Los poderes de la razón en la Función Pública

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En el ámbito de la función pública, poco conocida por la ciudadanía en general, las relaciones entre las personas que prestan servicio en ella están reguladas normativamente. Un referente insoslayable es el Estatuto Básico del Empleado Público.

En su exposición de motivos, que también forma parte de la norma y de especial referencia para interpretar el articulado de las misma se dice lo siguiente: “Por primera vez se establece en nuestra legislación una regulación general de los deberes básicos de los empleados públicos, fundada en principios éticos y reglas de comportamiento, que constituye un auténtico código de conducta.” Con una finalidad “pedagógica y orientadora” que establece el límite de las actividades lícitas que de verse infringidas acarrean responsabilidades disciplinarias. En este Estatuto se fijan los deberes con nitidez y las consecuencias de no cumplirlos. Y también se concretan los derechos individuales de las personas empleadas públicas. Y ello porque quienes trabajan en la función pública lo hacen sometidos al principio de jerarquía y al interés general de la sociedad a la que sirve. Es imprescindible, pues, que el ejercicio de la función pública tenga garantías para evitar arbitrariedades y autoritarismos, que en buena medida fuerzan las normas poniéndolas al servicio de interese particulares.

Uno de esos derechos, recogidos en el artículo 14, es a la “A la progresión en la carrera profesional y promoción interna según principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad mediante la implantación de sistemas objetivos y transparentes de evaluación”. Y es precisamente este aspecto de una evaluación del desempeño de las tareas de forma objetiva y transparente donde se estrellan muchas legítimas expectativas de las personas empleadas públicas. Porque en ocasiones quienes asumen la jefatura del personal en las unidades administrativas o centros de trabajo utilizan el poder que le confiere la calidad de su informe para la promoción profesional del personal que dirige, creando con ello un clima de amiguismo, favoritismo y arbitrariedad en el trato dispensado al personal. Por ello tienen las personas empleadas públicas el derecho “A participar en la consecución de los objetivos atribuidos a la unidad donde preste sus servicios y a ser informado por sus superiores de las tareas a desarrollar”. El manejo de la información es fuente de poder y precisamente el hurtarla, a quienes trabajan, permite manipular los sistemas de evaluación, esgrimiendo negativamente faltas de rendimiento o inoperancia, cuando en realidad se mantiene en la ignorancia de manera premeditada a quienes de antemano ya se ha decidido que recibirán evaluaciones negativas.

Afortunadamente la inmensa mayoría de quienes ostenta la dirección del personal ajustan su conducta a la ética establecida por este Estatuto. Sin embargo tiene sentido el mismo precisamente porque se sabe que algunos no lo harán y es preciso establecer las garantías de los derechos y la exigencia de los deberes.

Es de sabio rectificar, cuando a una persona se le merma en sus méritos, sin razones, sin explicaciones, sin notificaciones, sin advertencias explicitas y sobre todo sin informarle previa y claramente sobre qué debe hacer y cómo será evaluada en el desempeño de lo que se le encomienda.

Fdo Rafael Fenoy Rico